HE DICHO
Una semana después de la visita de Nyleptha y sir Enrique, referida en el capítulo anterior, cuando empezaba a levantarme un poco, me llevaron un mensaje de mi amigo manifestándome que aquel día, a eso de las doce, llevarían ante ellos a Sorais, y deseaban que asistiese, si me era posible.
Impulsado por la curiosidad de ver una vez más a tan desdichada mujer, me arreglé con el auxilio de Alfonso, que es un verdadero tesoro para mí, y tomado de su brazo y del de otro criado, me dirigí a la antecámara a la hora anunciada.
Llegué antes que nadie, excepción hecha de algunos grandes dignatarios de la Corte, cuya presencia era necesaria. Poco después llegó Sorais entre guardias, tan hermosa y provocativa como de costumbre, si bien su altivo semblante dejaba ver claramente muestras de cansancio. Vestía el “kaf” real bordado de oro y sostenía en las manos la lanza de plata. Al verla, sentí por ella piedad y admiración y traté de levantarme para saludarla, expresando mi disgusto por verme imposibilitado de continuar de pie.
-Olvidas que ya no soy reina, Macumazahn -dijo riendo con amargura-. Estoy prisionera, proscrita; todos deber burlarse de mí, sin mostrarme deferencia alguna.
-Aún continúas siendo dama -repuse-, y acreedora, por tanto, al respeto que mereces, doblemente por hallarte oprimida.
-¿Olvidas —añadió riéndose de nuevo- que quería forrarte de planchas de oro y colocarte en el pináculo del templo?
-No -respondí-: te aseguro que no lo he olvidado, y que pensé en ello muchas veces, cuando la suerte parecía volverse contra nosotros en la batalla del desfiladero; pero, como tal cosa no ha ocurrido y yo viviré ya muy poco, ¿a qué viene recordarlo ahora?
—¡Ah! -continuó-. ¡La batalla, la batalla! ¡Si yo fuera reina otra vez, aun cuando sólo fuese por espacio de una hora, me vengaría de tal modo de esos malditos chacales que me abandonaron en la hora del peligro, que nadie se atrevería siquiera a referirlo! ¡Cobardes mestizos, que se dejaron vencer! -añadió ahogándose de ira y soberbia-. ¡Sí; y ese cobarde que está a tu lado -prosiguió, señalando a Alfonso con su lanza- huyó, revelando mis planes e inutilizándolos! Quise hacerlo general, diciendo a mis soldados que era Bougwan a fin de infundirles valor; pero fué inútil. Se ocultó en mi tienda detrás de una bandera, y así supo mis planes. ¡Ojalá lo hubiera matado entonces! Pero no sé por qué me contuve. Sé lo que hiciste tú, Macumazahn: tú eres valiente y noble, y tienes corazón leal; también el negro: ¡aquél era “un hombre”! ¡Cómo me hubiera gustado verlo cuando arrojaba a Nasta al abismo!
-Eres una mujer extraña, Sorais -dije-. Si pides la vida a la reina Nyleptha, tal vez te perdone.
-¡Yo pedir misericordia! -exclamó riéndose.
En aquel momento llegaba la reina, acompañada de sir Enrique y Good, y ocupó su sitial con impasible continente. El pobre Good se sentía bastante molesto.
-Te saludo, Sorais -dijo Nyleptha después de unos minutos-. Has destrozado el reino y causado la muerte de millares de súbditos; has tratado de asesinarme villanamente en dos ocasiones distintas; has jurado hacer morir a mi señor y a sus compañeros y arrojarme a mi de esta casa. ¿Tienes algo que oponer, si te condeno a muerte? ¡Habla, oh, Sorais!
-Creo que olvidas la causa de todo lo ocurrido -repuso Sorais con su dulce voz- y que es la siguiente: Quisiera privarme del amor de mi señor Incubu. Sólo por esa razón, que tú consideras crimen mío, quieres matarme; no porque te hiciera la guerra. Tal vez sea una dicha para ti el que yo me fijara en él demasiado tarde. Escucha -continuó, levantando la voz-: nada tengo que decir, excepto que quisiera haber ganado en vez de perder. Haz de mi lo que quieras, ¡oh, reina!, y que mi señor el rey (señalando a sir Enrique), porque ahora lo será, ejecute la sentencia como es su derecho. Ya que él empezó el mal, debe terminarlo.
Al hablar así, se irguió con altivez, retrocedió un paso y jugueteó con su lanza.
Sir Enrique, inclinándose, dijo a su esposa algo que no pude entender. Después la reina habló así:
-Sorais, siempre fui buena hermana para ti. Cuando nuestro padre murió y se discutió mucho si tú ocuparías el trono conmigo, que soy la mayor, imploré por ti, diciendo que éramos gemelas, que habíamos nacido a un tiempo y que no debían separarnos prefiriendo a la una sobre la otra. Así he obrado siempre contigo, hermana mía, y así me pagas lo que hice. Te perdono, sin embargo, Sorais: eres mi hermana, naciste conmigo, juntas jugamos, queriéndonos mucho y durmiendo abrazadas en el mismo lecho. Mi corazón pide por ti, Sorais; pero no por eso te perdonaría, porque tu ofensa es demasiado grande y obliga a plegar las alas de la misericordia, y, además, mientras tú vivas, no habrá paz en el reino. A pesar de todo, no morirás Sorais, porque mi señor pide tu vida como una gracia; por tanto, se la concedo como gracia y como regalo de boda, para hacer con ella lo que quiera, sabiendo que, aun cuando tú lo amas, él no te ama a ti, Sorais, a pesar de tu belleza. Aunque eres tan hermosa como una noche estrellada, ¡oh “Señora de la Noche”!, ama a su reina y no a ti, y por tanto, le regalo tu vida.
Sorais se sonrojó hasta lo blanco de los ojos. Sir Enrique manifestó gran disgusto. El modo como la reina había expuesto el asunto, aunque real y exacto, no era muy agradable para él.
-Creo que -tartamudeó Curtis mirando a Good- creo que... queríais.., a la reina Sorais, aun cuando... en realidad no sé... cuáles serán ahora... vuestros sentimientos a ese respecto. Caso de que sean los mismos... creo que podríamos terminar este asunto... satisfactoriamente para todos. Esa dama tiene amplias posesiones en las cuates podría vivir en libertad, en cuanto de nosotros depende; ¿no es así, Nyleptha? Por supuesto, no hago más que indicar...
-Por mi parte, estoy dispuesto a olvidar lo pasado -dijo Good ruborizándose-; y si la “Señora de la Noche” me considera digno de ella, estoy dispuesto a ser su esposo mañana o cuando ella quiera, y procuraré hacerla feliz.
Todas las miradas se dirigieron a Sorais que permaneció inmóvil y con una sonrisa en los labios, semejante a la que se dibujó en ellos la primera vez que la vi. Después de unos segundos de silencio tosió, y saludando tres veces, haciendo una cortesía a Nyleptha, otra a sir Enrique y otra a Good, empezó a hablar en tono reposado, en estos términos:
-Te agradezco, muy graciosa reina y real hermana, el afecto que me has dispensado desde la niñez y el favor que me concedes, poniendo mi vida y mi persona en manos de lord Incubu, futuro rey de este país. Que la prosperidad, la paz y la dicha cubran con su manto la senda de tan misericordiosa y tierna hermana. Que tu reinado sea largo, ¡oh, reina gloriosa y grande! Que conserves muchos años el amor de tu esposo, y tengas muchos hijos e hijas que hereden tu belleza. Te agradezco a ti, mi señor Incubu, futuro rey, que te hayas dignado aceptar tan gracioso don, pasándolo a tu compañero de armas y aventuras, lord Bougwan. Y, por último, también te agradezco a ti, mi señor Bougwan, que te hayas dignado aceptar mí mano y mi desdichada hermosura. Te doy un millón de gracias por ello, y proclamo en alta voz que eres un hombre bueno y honrado. Colocando la mano sobre mi corazón, juro que me gustaría poder aceptarte. Ahora que os he manifestado mi agradecimiento a todos por turno, añadiré una palabra: seré breve -añadió sonriendo otra vez-. Poco me conoceríais, reina Nyleptha y señores, si ignoraseis que para mí no existen los términos medios, que desdeño vuestra compasión, que os aborrezco más por ella y que rehuso vuestro perdón como si fuera la mordedura de una serpiente. ¡Traicionada, abandonada y sola, triunfo sobre vosotros todavía! ¡Me burlo, os desafío a todos, respondiéndoos así!
Y, súbitamente, antes de que nadie pudiera sospechar siquiera lo que intentaba, se llevó la lanza al costado con tal vigor y certero tino que su aguda punta salió por la espalda, mientras ella caía sobre el pavimento.
Nyleptha gritó y el pobre Good casi se desmayó ante tal espectáculo, mientras los demás acudíamos en auxilio de Sorais; pero ésta, incorporándose un instante, fijó sus hermosísimos ojos en el rostro de Curtis, como si le enviase con la mirada un mensaje de amor, y, doblando la cabeza expiró. Su espléndido y tenebroso espíritu pasó a otra vida con un sollozo.
Se le hizo un entierro regio, y así acabó tan extraordinaria mujer.
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Un mes después del último acto de la tragedia de Sorais, tuvo lugar una solemne ceremonia en el templo del sol, y Curtis fué declarado formalmente rey consorte de los zu-vendís. Yo estaba demasiado enfermo para asistir: aborrezco, además, esas ceremonias con tantas trompetas y banderas; pero Good, que asistió en traje de etiqueta, volvió muy impresionado, diciéndome que Nyleptha estaba hermosísima y que Curtis era una figura verdaderamente regia, muy popular ya entre el pueblo, come lo había demostrado éste aclamándolo repetidas veces. También me dijo que, cuando “Luz del Día” apareció en el cortejo, el pueblo gritó: “¡Macumazahn! ¡Macumazahn!”, hasta enronquecer, no apaciguándose hasta que Good, poniéndose de pie en su carruaje, dijo que yo estaba muy enfermo para poder asistir.
Sir Enrique, o mejor dicho, el rey, fué a verme después y me dijo que nunca se había fastidiado tanto en su vida. Creo que fué un poco exagerado, porque no es propio de la naturaleza humana el que un hombre se aburra ea tal ocasión. En realidad, como le indiqué yo mismo, era sorprendente, que un hombre que hacía poco más de un año había llegado allí como un aventurero errante, se hubiera cesado con la reina y fuera elevado al trono con general regocijo. Me atreví a exhortarlo para que la pompa y el poder no lo dominaran hasta el punto de olvidar que era un caballero cristiano y un siervo de Dios, llamado por medios sin precedente a ocupar tan alto puesto. Podía haberse enojado por tales observaciones; pero es tan bueno, que las oyó con paciencia y me dió las gracias por hacérselas.
Inmediatamente después de la ceremonia, pedí que me trasladaran a la casa donde ahora estoy escribiendo esta narración. Está en el campo, a dos millas de la ciudad del Ceño y es un sitio delicioso. Hace cinco meses que estoy aquí, y puedo decir que desde entonces no he abandonado el lecho, empleando el tiempo en escribir esta historia con arreglo a mí diario y a las notas de mis amigos. Probablemente, nadie la leerá; pero eso es lo de menos: Siempre habrá servido para distraer mis dolores, porque desde hace algún tiempo sufro bastante. Gracias a Dios, esto terminará pronto.
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Hace una semana que terminé lo anterior, y ahora vuelvo a tomar la pluma, sabiendo ciertamente que mi fin se acerca, Todavía conservo el juicio claro y puedo escribir, aunque con mucha dificultad. El dolor que sentía en los pulmones, y que ha sido muy intenso durante toda la semana pasada, ha desaparecido de repente, sucediéndole una sensación de entorpecimiento, cuya significación conozco muy bien. Al desaparecer el dolor, ha desaparecido también toda la pena que me producía mi próximo fin. Siento una dicha inmensa, algo así como si fuera a obtener un indescriptible descanso.
Feliz, contento con la misma seguridad que el tierno infante se duerme en los brazos de su madre, me entrego yo en los del Angel de la muerte. Todos los temores que me han agitado durante una vida, que ahora, al meditar sobre ella, parece tan larga, han desaparecido, y la esperanza de esa gloria que tan lejana parece al hombre, está muy cerca de mi esta noche.
Muchas veces he estado cerca de ese Angel y siempre se ha llevado algún compañero que estaba a mi lado: ahora me llega el turno a mí. Veinticuatro horas más, y el mundo, con todos sus honores y esperanzas, habrá cesado para mi. En realidad, no es un mundo bueno: nadie puede decir que lo es, excepto los que no le conozcan. ¿Cómo puede ser bueno un mundo cuyo eje es el dinero y el interés, y cuyo norte es el egoísmo? Lo extraño no es que sea malo sino que aun quede virtud en él.
A pesar de todo, ahora que voy a morir, confieso que me alegro de haber vivido, de saber lo que es el amor de una mujer y la amistad verdadera; me alegro de haber visto las risas de los niños, el sol, la luna y las estrellas, me alegro de haber sentido sobre mi frente el beso de las saladas ondas y de haber visto sobre las aguas el reflejo de la caza en noches de luna; pero no quisiera volver a vivir.
Todo va cambiando: la obscuridad aumenta, la luz disminuye; pero en esa obscuridad creo percibir rostros que partieron hace tiempo, dándome la bienvenida. Entre todos veo uno, el de una mujer más tierna y perfecta que hubo en la tierra, para mí al menos. He hablado de ella en otra parte. ¿Por qué no hacerlo ahora cuando va a concluir mi vida? ¿Por qué hablar de ella ahora, después de tan prolongado silencio, cuando voy a ir adonde ella está, con Enrique a su lado?
El sol poniente tiñe de púrpura la áurea cúpula del templo; mis dedos están cansados ya.
A todos los que me conocieron u oyeron hablar de mí, a todos los que recuerden con cariño a este viejo cazador, tiendo la mano desde la opuesta orilla, enviándoles un largo adiós.
Y ahora, en manos del Dios Todopoderoso que me dió la vida y me la quita, encomiendo mi espíritu.
“He dicho lo que tenía que decir”, como dicen 1o zulúes.